PARACELSO: ¿COMO HACER UN HOMUNCULO?
La alquimia es una protociencia que más
adelante sería el eje principal para el nacimiento de la química. Lo que
buscaban los alquimistas con desesperación era una piedra única y
excepcional, la “Piedra Filosofal”, para poseer el poder de transmutar
cualquier metal al deleitoso mineral dorado: el oro, o incluso para
llegar un poco al extremismo y la fantasía: la vida eterna.
¿Qué tiene que ver esto con los
homúnculos? Bueno, noches atrás leí un procedimiento en una página de
alquimia moderna muy extraña, el cual presuroso e intrigado por su
veracidad, probé.
Los pasos honestamente me parecieron un
tanto desagradables e inmorales, ya que pedían cosas simplemente
bizarras, pero el hecho de tener un pequeño hombrecillo a mi merced me
provocaba una felicidad inquietante. Hubo alguien que creó al pequeño
humanoide, y del cual leí en la página, un tal Teofrasto Bombast von
Hohenheim Paracelso, que vivió en el siglo XVI. Según cuenta la
historia, fue el primer alquimista en crear un homúnculo. Él dedujo que
sería posible crear una nueva vida si se descubrían los componentes de
ese extracto. Introdujo semen humano, diversas hierbas y otros
compuestos en un frasco cerrado, que incubó durante cuarenta días en un
barril de estiércol de caballo. Al abrir el frasco encontró a una
pequeña criatura a la que llamó “homúnculo”, es decir, hombre pequeño.
Paracelso mantuvo con vida al homúnculo alimentándolo con sangre
humana, pero murió tras el misterioso fallecimiento de su maestro. Es
como si tanto el creador como el pequeño humanoide estarían juntos de
por vida, como si en este ciclo estuvieran unidos por algo más grande
que lo razonable y el entendimiento natural.
Leí más acerca de otros antiguos
alquimistas y los modernos del siglo XVIII, y lo intenté. Esa noche
oscura y fría de marzo fui a una remota cabaña que pertenecía a mis
familiares, llevando conmigo los materiales necesarios para crear a mi
pequeño sirviente.
Tomando la conjetura antes mencionada por
Paracelso y un tal Christianus, siempre se llegaba al mismo
punto: estiércol de un equino, semen del creador y la Madre Tierra,
entre otras cosas fáciles de conseguir. Además de ello llevé al perro de
mi padre, un gran dogo de color negro que me ayudaría en
la ejecución del experimento, ya que daría despavoridos ladridos ante su
llegada.
Agarré un huevo de gallina negra y
le hice una pequeña incisura. Remplacé su contenido con mi semen (algo
que me dio un poco de asco) y luego lo sellé con un pergamino virgen y
lo enterré en el estiércol de caballo, al lado de huesos molidos y pelos
y piel de animal y de mi persona, haciendo una mezcla interesante. Como
decían las instrucciones, lo siguiente era dejar el huevo enterrado en
el fétido excremento por cuarenta días.
Volví a mi rutinaria vida en la ciudad,
dejando al gran perro en la cabaña vieja con comida y agua necesaria
para su supervivencia, y con una buena señora que lo vería cada
dos días, a la que por supuesto no le mencioné mi bizarro experimento.
Una noche, algo tarde, alguien me estuvo
llamando al celular muy desesperado ya que tenía siete llamadas
perdidas. Al contestar, oí a un tipo muy alarmado preguntando por su
mujer, por lo que me levanté de la cama y le dije que se calmara. Me
quedé atónito con lo que me contó, me dijo que su mujer, la señora a la
cual encargué el cuidado del perro había desaparecido hace dos días y no
encontraban rastros de ella.
Habían transcurrido exactamente
37 días desde que inicié el experimento; pensé que era algo ilógico que
no estuviera bien alineado todo esto, pero decidí ir al lugar a ver qué
demonios pasaba.
Al llegar al desolado paraje
me encontré con el hombre asustado y gritándome, pensando que yo tenía
algo que ver con la desaparición de su señora. Fuimos a la cabaña
donde presuntamente tenía que estar, y lo que encontramos fue al perro
lanzando ladridos espantosos como si el animal estuviese asustado
o protegiéndose de algo. Dejé al hombre buscar a la señora por el resto
de la cabaña, mientras yo me dirigía al recinto de mi creación.
Cuando llegué quedé impactado, el
experimento había resultado; el lugar era nauseabundo con un espantoso
olor a azufre, y vi unas pequeñas huellas provenientes del
seco estiércol; y al fijar mi mirada sobre el huevo que haría de vientre
para el hombrecillo, vi que estaba quebrado, como si algo hubiera
salido de ahí.
Volví apresurado y temeroso a la cabaña.
Al llegar encontré al hombre tirado en el suelo, como si hubiera visto
algo aterrador y proveniente del mismo Infierno. Cuando me le acerqué y
pregunté qué le pasaba, él me señaló una esquina dentro de la cabaña;
no podía apreciar bien lo que veía, por lo que tuve que usar la linterna
que cargaba en el cinturón. Al enfocarla en la esquina que olía a
rayos, vi un cuerpo mutilado y ensangrentado en una posición poco
humana. Y al acercarme con una navaja, vi asombrado a un pequeñín de
aproximadamente 30 centímetros de alto succionando la sangre
y tragándose viseras de la persona que yacía muerta en aquel rincón.
El viejo hombre, recobrando la
compostura, reconoció a su ya difunta mujer, y con una cara de odio se
quiso lanzar contra el pequeño ente. Yo sinceramente estaba maravillado
por mi creación, así que agarré al hombre antes de que hiciera
algo estúpido y lo tiré al suelo. Luego, haciendo una seña para llamar
al pequeñín, y arrancando un poco de la piel de la difunta, lo atraje;
éste se acercó a mí un poco cohibido y pensativo, pero agarró la carne
putrefacta y se la llevó a su diminuta boca
color carmesí, atracándose de la fétida y olorosa carnada.
Era hermoso, sin duda, de un aspecto
semihumano; creo que una equivocación mía en su creación hizo que
cojeara, pero no era muy notorio. Un color azafrán envolvía todo su
cuerpo, tenía un vientre muy pronunciado, al parecer no tenía genitales y
en su cabeza calva se denotan unos ojos grandes y fisgones.
El hombre se levantó y me maldijo,
pensando que yo había matado a su esposa para alimentar a
mi creación. Tal vez por una conexión única, el pequeño homúnculo
se abalanzo contra él y comenzó a rasgarle la cara; yo, por la conmoción
del momento, y con la pesadez de la moralidad en mi mente, clavé
la navaja en el cuello del viejo hombre mientras escuchaba los ladridos
del can desde afuera.
El hombre cayó muerto con una mirada de
odio en su maltrecho rostro que se apagaba con cada segundo,
y desangrándose horriblemente en el piso de madera. Espantando por el
acontecimiento que había causado, me tiré al suelo escuchando en mi
cabeza el retumbar de los ladridos del gran dogo.
“To… todo esto fue por el bien de mi ser, ya que si él muere, yo moriré… Todo esto es por mi creación”, pensé.
El pequeño ente me miró perplejo y
cruzamos miradas, vi sus enormes ojos y me vi a mí mismo, vi mi
pecado materializado y vi cómo jugaba a ser dios.
Ahora veo a mi creación acercándose a mí
como si algo sobrenatural lo llamase; por algún motivo lo abrazo y lo
acaricio como alguien abrazaría a su mejor amigo. Veo que me da un
fuerte mordisco en la mano, y empieza a succionar mi roja
y cálida sangre cual neonato alimentándose del pecho de su madre. Éste
es el último pago por su creación, y lo que nos unirá eternamente hasta
los confines del propio Infierno.
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